La isla más densamente poblada del mundo busca cómo proteger su ecosistema marítimo frente al turismo masivo
Los habitantes de la diminuta Santa Cruz del Islote, en el Caribe colombiano, viven gracias a los 500 visitantes que reciben cada día, pero comienzan a pagar una costosa factura medioambiental
Adrián Caraballo se siente feliz y agradecido desde el pedacito de tierra de apenas una hectárea, rodeado de agua salada, en el que vive junto a otras 825 personas. “Sentimos la conexión con el océano y, a pesar de estar en un lugar tan reducido, tenemos ese otro espacio inmenso que es el mar lleno de vida marina”, explica este líder social y ambiental de 25 años desde Santa Cruz del Islote, una diminuta isla del Caribe colombiano con reputación de ser la isla más densamente poblada del mundo.
Este reclamo turístico, que no está sustentado por ningún dato oficial, atrae a centenares de visitantes, pero divide a los lugareños y aumenta su preocupación por la preservación de la pequeña isla. “No quiero que se nos conozca de esta manera, porque muchos turistas nos miran por encima del hombro e interpretan que aquí hay pobreza y hacinamiento. No saben que nosotros somos ricos, que tenemos el mar. Aquí la convivencia es pacífica, nadie tiene más que nadie y lo poco que tenemos lo compartimos. Se llama solidaridad isleña”, insiste Caraballo.
“Los que tenemos conciencia ambiental no queremos que se nos venda de esa manera. Además, no sé quién ha demostrado que seamos la isla más densamente poblada porque no hay ninguna estadística que lo corrobore ni ningún récord Guinness que lo acredite. Son puras especulaciones”, señala por su parte Alexander Atencio, docente desde hace 18 años en la escuela de la isla. Efectivamente, fuentes del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar) de Colombia consultadas por este diario reconocieron que no hay una fuente oficial que pueda confirmar que sea la más poblada del mundo, pero admitieron que siempre se la ha considerado así.
Muchos turistas nos miran por encima del hombro e interpretan que aquí hay miseria, pobreza, hacinamiento y no saben que nosotros somos ricos, que tenemos el marAdrián Caraballo, vecino de Santa Cruz del Islote
Santa Cruz del Islote forma parte del archipiélago de San Bernardo, dentro del Parque Nacional Corales del Rosario, y se encuentra a unas tres horas en lancha de la famosa ciudad colonial de Cartagena de Indias. Todas sus islas viven de los visitantes que llegan atraídos por el sol y las playas paradisíacas. “Es un turismo depredador y desmedido que puede activar la economía a corto plazo, pero a futuro va a haber problemas si no se hace algo para que sea responsable y con conciencia ecológica. Hoy existe un gran desequilibrio en el ecosistema por una simple razón: la capacidad de las islas”, considera Atencio.
Sus advertencias son bien conocidas. Un fallo de 2011 del Consejo de Estado colombiano ratificaba una sentencia judicial de un tribunal administrativo que confirmaba que las 27 islas del Rosario y las 10 del archipiélago de San Bernardo, incluido el islote, sufrían un severo impacto ambiental por la presión turística masiva y ordenaba su protección urgente. Más de 10 años después, las autoridades no han hecho nada por proteger la biodiversidad del lugar.
Vivir del turismo
Para muchos habitantes del islote, sin embargo, el turismo es una bendición. A diario desembarcan en el lugar una media de 500 personas, procedentes sobre todo de las grandes ciudades colombianas como Bogotá, Medellín o Cali. En la pequeña isla hay cuatro modestos hostales que permiten alojar a unas 20 personas, pero normalmente los visitantes pernoctan en las islas cercanas de Tintipán y Múcura o vienen en una excursión de un día desde Cartagena o Tolú.
“Bienvenidos a la isla más densamente poblada del mundo”, reciben los lugareños a las lanchas de turistas. Cada visitante paga unos 10.000 pesos colombianos (algo más de dos euros) a cambio de una pequeña visita guiada de unos 25 minutos. Los guías les sintetizan la historia de la isla y les cuentan algunas curiosidades. “El islote tiene 146 casas y nació construido con piedra, escombros y basura, ganando terreno al mar. Hace 74 años un incendio destruyó todas las viviendas hechas de palma y bahareque. No hubo víctimas, pero las casas se volvieron a reconstruir, ya con materiales más fuertes. Tenemos cuatro tiendas, una gallera, un centro de salud, una iglesia y una escuela. No tenemos policía. Tuvimos un inspector, pero tomó el cargo, se fue y no volvió más”, les explica Gleisis Liliana Barboza, una de los 24 guías locales organizados en una cooperativa. La visita concluye en un acuario donde los visitantes tienen la oportunidad de bañarse con un inofensivo tiburón y observar tortugas y peces.
Cada visitante paga unos 10.000 pesos colombianos (algo más de dos euros) a cambio de una pequeña visita guiada de unos 25 minutos
El turismo ha ido supliendo así a la pesca ancestral, que fue mermando debido también a la sobreexplotación y destrucción de los ecosistemas. “Ya no hay gente que salga a pescar lejos, mar adentro, al Golfo. Las personas que todavía pescan se dedican a la pesca de buceo”, lamenta Adrián Caraballo.
Él también vive del turismo como guía, pero como ambientalista observa con preocupación ese exceso de visitas que está produciendo, entre otros, un aumento de la generación de residuos: “Hay un turismo que sí es consciente y otro que no lo es. Tratamos que cada visitante se haga responsable de sus desechos”. La gestión de la basura es uno de los grandes retos en Santa Cruz del Islote. La comunidad está haciendo un esfuerzo por reducir el impacto de los residuos, pero el hábito de separar para reciclar no está todavía muy extendido entre la población local.
Una persona se encarga de recoger a diario la basura que se genera en todo el islote, la almacena y traslada hasta la vecina isla de Tintipán, donde otra persona revisa las bolsas y separa lo reciclable que, cada 15 días, se lleva una embarcación a Cartagena. El resto se entierra en Tintipán. “Estimo que podemos recuperar un 70% para reciclar. Los hoteles del archipiélago sí se encargan ellos mismos de separar”, explica Omar Vanega, uno de los responsables de la gestión de residuos del islote.
Otro problema son los muchos sedimentos y residuos que aparecen flotando en el mar procedentes de otras islas y de ciudades costeras. Caraballo asegura que están estudiando una especie de auditoría de marca para implicar a las empresas cuyos envases aparecen en el agua, para que les acompañen en la limpieza o les ayuden a formarse. “Hace unos meses hicimos un voluntariado donde sembramos manglar y sacamos una tonelada de basura del mar”, apunta.
Inculcar en la conciencia de la gente hábitos ambientales ha tenido también algunos avances importantes. “Desde la fundación Tortuga de mar que creamos acabamos con el consumo de tortuga. Les explicamos a los pescadores la importancia de esta especie para la biodiversidad marina y la función que tiene en la protección de los corales. Además, les incentivamos y, si encuentran una tortuga, se la cambiamos por un pollo o por grano”, dice orgulloso Caraballo.
La cara B del islote
En esta pequeña isla hay importantes carencias estructurales. La falta de espacio hace que no haya apenas vida cultural ni lugares de ocio para los niños, más allá del trozo de calle que da a la escuela y que hace de patio. En la escuela estudian en dos turnos 226 niños y niñas, algunos de los cuales vienen de las islas vecinas. Atencio, que es el profesor, cree que el futuro de estas islas pasa precisamente por la educación, y explica que están inmersos en un proyecto pedagógico que combina la noción étnica, el desarrollo medioambiental sostenible y el espíritu comunitario. “Es un enfoque de relación directa con los ecosistemas, con la preservación de la cultura y la identidad. Aquí hablamos de maritorio, un concepto que quiere entender el mar como un todo”.
Es un turismo depredador y desmedido que puede activar la economía a corto plazo, pero a futuro va a haber problemas si no se hace algo para que sea responsable y con conciencia ecológica.Alexander Atencio, profesor
La energía del lugar proviene de paneles solares que se dañan con frecuencia y de una planta que suministra electricidad por las noches. Además, Santa Cruz del Islote lleva casi un año sin consejo comunitario, órgano encargado de interactuar con las instituciones. El islote tiene centro de salud propio con un médico permanente y una auxiliar, pero siguen reclamando una lancha ambulancia para, en casos de urgencias, no depender de particulares o de los guardacostas. El aislamiento tuvo su lado bueno durante la pandemia de coronavirus, ya que no se registró ningún caso de covid.
En el islote tampoco hay cementerio. A los muertos, después de una procesión por las calles del pueblo, se les lleva a Tintipán, la isla de enfrente, que tiene una superficie de 80 hectáreas. Tampoco dispone de agua potable. Los lugareños se duchan con agua de mar y cada dos meses y medio un barco de la Armada Nacional les trae agua y llena los enormes depósitos de la isla. Un comité se encarga de repartirla a toda la comunidad. Durante la estación de lluvias, de noviembre a mayo, la gente recoge agua en tanques. Las aguas fecales van a pozos sépticos que desembocan en el mar, una asignatura pendiente que requiere una importante inversión. “Dependemos de la alcaldía de Cartagena de Indias, pero ellos nunca nos visitan ni destinan recursos”, lamenta Caraballo.
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