La invasión rusa
Denis Khrystoff, el viajero que rescata abuelas de los bombardeos en Ucrania
Juan José Fernández
Juan José FernándezRedactor Jefe
Reportero.
Profesor en el Master de Periodismo Avanzado – Reporterismo de la Facultat de Comunicació i Relacions Internacionals Blanquerna (Universitat Ramon Llull).
Diplomado por el CESEDEN en Altos Estudios de la Defensa Nacional.
Fue jefe de Información y Reportajes y jefe de Redacción de la revista Interviú durante 19 años.
Se revuelve el pelo colorado Denis Khrystoff tratando de hallar respuesta cuando se le pide una definición de la guerra. “Es la muerte de todo”, dice, y añade: “La guerra es la desesperación; es el vacío”.
Acostumbra a presenciar la muerte de todo, la desesperación y el vacío este excéntrico ucraniano, nacido hace 30 años en el oblast de Amur, en la frontera de la vieja URSS con China. La guerra es su día a día, pero no porque sea militar, sino porque al comienzo de la invasión rusa a gran escala, en uno de los días de pesadilla de Ucrania, se le ocurrió agarrar un coche y recorrer las zonas devastadas para extraer civiles y ponerlos a salvo.
Desde entonces ha sacado a un sinnúmero de vecinos de aldeas y barrios demolidos por los misiles, la artillería y, últimamente, las tremendas bombas FAB que Rusia ha reciclado de su arsenal soviético. Denis llega con su coche sorteando cráteres aún humeantes, pisando con las ruedas el malpaís de barro y escombros en que los bombardeos han convertido el camino, aminora la velocidad, baja la ventanilla o desciende él mismo del vehículo y empieza a gritar: “¿Hay alguien? Vecinos, ¿estáis ahí? ¿Queda alguien?” Y de una calle vacía, de una casa de campo, de un edificio a medio derruir siempre sale algún ser vivo, un perro desconfiado, un gato espantado, una persona temblando de miedo o de frío, pasmada por el estampido de los cañonazos, titubeante, que se acerca al “holandés”.
A Khristoff le llaman “el holandés” porque cuando se empezó a hacer popular en las aldeas del frente siempre aparecía en un coche con matrícula de los Países Bajos. Ahora es famoso en toda Ucrania. Los vídeos de sus salvamentos, que se ven en Instagram, forman un mosaico narrativo de los círculos del infierno.
Preguntado por este diario, prefiere no cuantificar los civiles que ha sacado de esos escenarios dantescos. “Las vidas no son un material estadístico -dice-. No es cuestión de cantidad, sino de calidad”. O sea, que si solo hubiera sido una abuelilla, una babuska, la que hubiera conseguido sacar de un chamizo de paredes acribilladas, habrían valido la pena los casi 800.000 kilómetros que lleva recorridos por el campo de batalla desde marzo de 2022.
En su legión de rescatados son mayoría los ancianos, los abuelos y abuelas, didus y babusas, generalmente la gente que más se resiste a evacuar las zonas en peligro del frente. “No tienen una percepción de la guerra hasta que se les presentan en su barrio o su pueblo -cuenta Khrystoff-. Se sienten demasiado viejos y cansados, no quieren abandonar su casa -explica Khristoff-, y temen al futuro: no quieren acabar sus días sin techo propio y con lo que conlleva la etiqueta de ‘refugiado’”.
“¡No me dejes, Sasha!”
Antes de la guerra, Denis Khristoff vivía plácidamente en Kiev de su trabajo de presentador de un programa de música pop en el canal M1, una MTV a la ucraniana. Ahora la melodía de fondo de su quehacer cotidiano es una composición de paqueos de kalashnikov, eco de obuses, llanto de ancianos, ladrido de perros huérfanos y lamentos de heridos.
Alguna vez se ha encontrado en la zona recién bombardeada no un aldeano, sino un soldado tirado en el suelo, junto a un compañero KIA (Kill in Action), pero él vivo, en un charco de sangre y con la pierna del revés. Extenuado por la hemorragia, en su solitaria agonía apenas tiene hilo de voz para quejarse del dolor lacerante de su herida. Y Denis lo ha montado en su coche como ha podido y lo ha evacuado a toda prisa hasta un puesto médico militar kilómetros atrás, gritándole al soldado en el camino para que no se abandone: “¡Dime cómo te llamas! ¿Cómo te llamas? ¡Que cómo te llamas! ¿Sasha? ¿Has dicho Sasha? ¡No te duermas, Sasha! ¡Sigue conmigo, no me dejes, que ya llegamos, Sasha! ¿Tienes hijos? ¿Cuántos? ¿Cómo se llaman tus hijos?”
Esta conversación en el interior de un coche lanzado a toda velocidad por una llanura gris y parda es una escena del documental ‘Donde está tu casa’, que Khrystoff está componiendo con Antón, compañero ocasional de viajes, y unos amigos. Lo tienen a medio terminar. Lo preestrenan en una gira por ciudades de Europa -en España, Madrid, Málaga, Almería, Torrevieja, Tarragona y Barcelona-, en reuniones a las que acuden gentes de la comunidad ucraniana refugiada que, tras meter algún billete en una hucha, la voluntad, ven en emocionado silencio las ruinas, los gemidos de las ancianas, la cardíaca tensión de las evacuaciones.
“No queda nada, mamá”
“Dios querido, ¿por qué nos pasa esto?”, grita entre sollozos una de las mujeres que Khrystoff ha conseguido sacar de Avdiivka, la localidad que los ucranianos defendieron cruentamente el pasado mes de febrero por su valor estratégico y que, como tantas otras, estaba reducida a tambaleantes esqueletos de hormigón cuando la tomó Rusia.
Llora la mujer evacuada con un perrillo entre los brazos, un pequeño animal que se ha salvado como ella, y que como ella mira la sucesión de edificios derruidos y renegridos por la ventanilla del coche, empañada por el vaho y el frío. “Adviidka destruida, mamá, mira! Mi pueblo, donde nací y me crié. Aquí vivía gente pacíficamente. ¡No queda nada, mamá!”, se lamenta en el trayecto.
La gente mayor se agarra a sus pertenencias, a la casa, a la finca, a las fotos, a los animales, al paisaje. Muchos se niegan a dejar todo eso cuando ya se oyen las primeras explosiones del ejército ruso en marcha hacia la zona. “Se acostumbran a la caída de los proyectiles cada día -cuenta Denis-, hasta que un día el proyectil les cae en el patio de casa; entonces ya es tarde”.
La vecina de Avdiivka, llegado el momento de rendirse y montar en el coche del holandés, ha pedido poder llevarse a sus perros con ella. Dos montan en el coche, pero hay uno más, Mujtárik, negro y colorado, mezcla de labrador, que anda por la calle con el rabo caído sin saber a qué atenerse ante tanto ajetreo. Ella al principio ha pensado dejarlo atrás, pero cuando lo ve mohíno en la acera, mirando los preparativos del coche, estalla de pena: “Muja, lo siento, cariño, no te traiciono”. Y le busca el chófer un acomodo en la parte de atrás de su Ford ranchera.
El despertar
Tras pasar unos días en un sótano, a cubierto de los bombardeos, los evacuados salen del agujero sin pánico, relata Khrystoff, “como recien despertados, algo confusos, en un vacío mental. Se metieron en el sótano cuando las casas del barrio estaban en pie, y, cuando salen y ven cómo de destruido está todo, se llevan una sorpresa muy dura”.
Pero las bombas siguen cayendo, ahora sobre los escombros, y de una arboleda más allá parten disparos de fusil que zumban cerca. Y hay que correr. Acaso coger algo de ropa, los documentos, y correr.
Para estos nuevos refugiados, el viaje de escapada en el coche de Khrystoff es un punto y aparte, pero muchos llevan cara de cansancio e indiferencia, como pidiendo el punto y final.
No quedarse quieto
La vida del presentador de musicales Denis Krhystoff iba bien antes de la invasión. Ante sus cámaras de la M1 habían pasado los Kalush Orchestra, por ejemplo, antes de hacerse famosos por ganar Eurovisión. Cuando empezó la guerra “pasaba el día con miedo a vivir en un país ocupado -relata-, y decidí que si no quiero que los tanques rusos aparezcan con sus zetas en el patio de mi casa no puedo estarme quieto”.
Ahora hay momentos terribles en su diaria excursión por los territorios de la desesperación y el vacío y la muerte de todo. Uno de esos momentos, entre tantos, tiene a un campesino tocado con una gorra con orejeras, que comparte lo oscuro de su casa sitiada y sin corriente eléctrica con el cadáver de una mujer mayor.
“¡Pobre babuska! -dice el holandés cuando entra en la pequeña sala y descubre la escena-. Ya descansa, ya está en un sitio más bonito”. Y sin pararse más enfunda el cuerpo en una bolsa de plástico, parte del ajuar que lleva en su coche; con un crujido le cierra la cremallera y lo acarrea resoplando hasta el vehículo. Llevarse a la anciana muerta es condición para la evacuación: el hombre no está dispuesto a dejarla sola. “Ella quiso quedarse a morir tranquila -cuenta el hombre-, pero los rusos no nos quieren dejar ni eso”.
Al viajero Khrystoff le ven los rusos en el frente, y él los ha visto también.El estrés postraumático le va haciendo mella: “Lloro; me saltan las lágrimas cada vez más cuando cuento estas cosas. Y me va costando dormir... y cada vez más hablo solo”, se sincera. Ha terminado riendo, pero con esta confesión rompe el relato irónico, muchas veces divertido, con el que le quita importancia a su labor.
En el preestreno de Madrid se presentó , desprovisto de toda jactancia, en bermudas, con crocs y calcetines, como un guiri de vacaciones. Llevaba una camiseta con una frase en el pectoral que se cachondea de la jerga que utiliza Vladimir Putin cuando se refiere a Ucrania: “El régimen de Kiev”.
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