Hotel Cadogan
Elogio y pleitesía al mayordomo
Míster Stevens, en ‘Los restos del día’, reivindicó el oficio erigiéndose en narrador
Olga Merino
Olga MerinoPeriodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Digámoslo claro de una vez: en la mayoría de las series de época, como ‘Downtown Abbey’, las pequeñeces del servicio resultan muchísimo más jugosas que los desvaríos de los señores. Sin nuestro concurso, mansiones y hoteles dejan de funcionar.Y no se trata de orgullo de clase ni de corporativismo gremial, no. La novela de la regencia, la victoriana y la eduardiana, las series y las pelis no serían lo mismo sin el cuerpo de casa, sin esa cohorte de actores de reparto que desempeñan un papel adventicio en la vida de ‘los otros’, los de arriba: la cocinera, las doncellas, los lacayos, la institutriz, el jardinero, los mozos de cuadra, el ama de llaves y sobre todo el mayordomo, muy a pesar de la frase «the butler did it».¿Que el mayordomo es el asesino?, ¿quién acuñó el despropósito? Que sepamos, ese supuesto atroz sucede solo en dos obras como para cargar con semejante sambenito: ‘La puerta’, de Mary Roberts Rinehart, y ‘Tragedia en tres actos’, de Agatha Christie (aquí, encima, el culpable es un señorito disfrazado de mayordomo).
El jefe de los ‘valets’ suele ser la persona más confiable de la casa y casi siempre es más listo de lo que aparenta, a veces mucho más que el mismo amo, como sucede con Reginald Jeeves en las novelas de P. G. Wodehouse. Sin duda, nuestro mayordomo favorito de todos los tiempos es míster James Stevens, sirviente de Darlington Hall en la novela de Kazuo Ishiguro ‘Los restos del día’ (1988), llevada al cine por James Ivory cinco años después. Imposible separar los perfiles de Stevens de los del actor Anthony Hopkins en su maravillosa interpretación. Un personaje trágico, en el fondo, no tanto por haber servido a un hombre indigno durante 30 años, sino por haber sido incapaz de escarbar en sus propios sentimientos, enrocado en un inflexible sentido del deber y del honor. Míster Stevens fue el primero en tomar las riendas del narrador —poco fiable, eso sí—, reivindicando así a la legión de mayordomos que le precedieron: Poole, en ‘El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde’; Frith, en ‘Rebecca’; Wilcox, en el castillo de Brideshead; Alfred Pennyworth (léase Michael Caine), en las pelis de Batman; o bien Sebastian Beach, en las novelas del castillo de Blandings (Wodehouse, again), con su ceja levantada, callos en los pies y esa voz que parece «un oporto añejo hecho audible». En los viejos tiempos, se les obsequiaba con una botella de brandy por Navidad.
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