La caja de resonancia

Sabina y su despedida: entre la devoción y el odio

La pasión que desata el cantautor, que volverá a llenar grandes recintos en 2025, contrasta con los sarpullidos que genera, ejemplo de la extrema dificultad de separar al artista y su obra, al creador y el personaje

Joaquín Sabina

Joaquín Sabina / JORDI COTRINA

Jordi Bianciotto

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Hay dos materias de las que, cada vez que escribo sobre ellas y dispongo el artículo en las redes, generan un inmediato goteo de improperios: el reguetón y Joaquín Sabina. Respecto al género musical latino, ya sabemos por dónde van los tiros: música percibida como párvula, banal, machista. ¿Pero, y Sabina? ¿Por qué, nada más mencionarlo, hay tantos probos ciudadanos que necesitan hacerme saber que el autor de ’19 Días y 500 noches’ es lo peor que le ha pasado a la humanidad?

Se le reprochan muchas cosas, empezando por cierto postureo progre-bohemio que no se corresponde con su estatus de celebridad devida acomodada. Una crítica que, aplicada al pie de la letra, representaría la cancelación de la mayoría de las estrellas del rock, empezando por nuestro querido Bruce Springsteen. Oh, sí, Sabina dijo no sentirse “tan de izquierdas” como cuando era joven. Una confesión, hay que decir, que no guarda un contraste muy pronunciado con la evolución ideológica de una buena parte del común de los mortales. En Catalunya, sumemos la aversión suscitada desde el independentismo: aquel flirteo con Ciutadans.

Sabina es diana de los discursos antitaurinos y se le acusa de dar un tratamiento idealizado, romántico y condescendiente de la prostitución. De acuerdo, a mí también me da un poco de grima la cita a ese “corazón tan cinco estrellas” de la protagonista de ‘La Magdalena’. Pero los tiempos cambian y ya sabemos que buena parte de la literatura universal no resistiría ciertos escrutinios actuales. Se insiste en que ya no tiene voz. Bueno, si así fuera, no me parece grave: en la canción popular, y en la de autor, pesa más el carácter interpretativo que alcanzar cierta gama de tonos. Paco Ibáñez me sigue pareciendo emocionante, aunque no tenga aquel fuelle de 1969.

Luego está su calidad poética, los famosos ripios. Los hay, pero también sondas de profundidad a cuenta del desamparo emocional, la soledad y, últimamente, el envejecimiento. No me mueve ningún afán reparador (que Sabina no necesita) y en el pasado incluso me he identificado con algunas de las críticas. El gusto es nuestra última parcela radical de libertad y por supuesto que no tiene por qué caerte bien todo el mundo. Pero el caso de Sabina, tan de extremos, de devoción y de odio, nos confirma lo ingenuo de tratar de separar, en el imaginario popular, al autor de su obra, al creador del personaje. Pretenderlo es perder el tiempo. Y Sabina volverá a llenar el Palau Sant Jordi, una o más veces, en esa gira de despedida que prepara para 2025.

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