Por más que pueda suponer que ninguno de vosotr@s, distinguid@s lector@s, sois de los que os dejáis llevar por la maquinaria publicitaria que rodea a éste o aquél estreno cinematográfico, y que muy claras tenéis las ideas a la hora de llegar a las taquillas de un cine sobre lo que estáis o no dispuest@s a ver, vaya por delante, antes de comenzar a desplumar esta gallina mal parida que es 'Pompeya' ('Pompeii', Paul W.S. Anderson, 2014) que esos sensacionalistas titulares que figuran en el cartel de la película tildándola de espectacular y otros superlativos epítetos son, como poco, una falacia de la magnitud del despropósito que son 102 minutos de auténtico desastre.
Un calificativo éste, el de desastre, al que la cinta se abraza de forma singular tanto en lo poco que es capaz de ofrecer como en las estructuras a las que obedece para enhebrar su "original" argumento. Y si ya era obvio viendo cualquiera de sus avances que lo nuevo del responsable de la saga de 'Resident Evil' (id, 2002) iba a acoplarse a lo que el cine de desastres —ese que tan de moda estuvo durante la década setenta— fue dictando a través de sus máximos exponentes, a esa obviedad se le añade un matiz doloroso cuando uno asiste a la podredumbre de ideas que campa a sus anchas durante la proyección.
Siguiendo pues al pie de la letra los esquemas de cintas como 'El coloso en llamas' ('The Towering Inferno', John Guillermin, 1974) o 'La aventura del Poseidón' ('The Poseidon Adventure', Ronald Neame, 1972), y presentando unos personajes descontextualizados que, menos el gladiador al que interpreta Kit Harrington —y lo de interpretar es un decir, que conste—, tanto daría que fueran romanos de la época que nos muestra el filme como de otro momento histórico, lo doloroso que hay en 'Pompeya' hace tanto alusión a lo desgastado de dichos esquemas de "desastre" como a los descarados devaneos de la cinta con otros títulos.
'Pompeya', plagiando la épica
En este sentido, dos son los títulos que, entre otros muchos, despuntan de cuántos 'Pompeya' fusila a lo largo y ancho de su metraje. Dejando de lado, como he dicho, el que la cinta sea un filme de desastres en toda regla, y por tanto pueda leerse a distancia, hay en el irregularísimo trabajo de realización Anderson una capacidad bochornosa de asimilar ideas directamente extraídas de 'Braveheart' (id, Mel Gibson, 1995) y 'Gladiator' (id, Ridley Scott, 2000), siendo de un descaro asombroso, por poner un ejemplo, el sospechoso parecido entre el personaje que encarna Adewale Akinnuoye-Agbaje y el Máximo al que daba vida Russell Crowe.
Recital de mediocridad a gran escala, la vertiente interpretativa de 'Pompeya' revela, ante todo, lo que las equivocaciones en las decisiones de reparto puede llegar a afectar a la credibilidad de una historia, sea ésta lo pésima que sea —y que no os quepa duda, la que cuajan aquí la terna de guionistas lo es. Así, a lo limitado del espectro emocional de Harrington y el que uno no se pueda quitar de la cabeza que es ¡Jon Snow!, se une lo paupérrimo de nombres como Carrie Ann-Moss o la muy olvidable Emily Browning, aunque todos ellos se vean superados por Kiefer "ya no se interpretar a otro personaje que no sea Jack Bauer" Sutherland.
Con lo limitado que tanto historia como actores son capaces de ofrecer y lo poco que se puede entresacar de la música 'Gladiator 2.0' que compone Clinton Shorter —el uso de una voz femenina a lo Lisa Gerrard es de juzgado de guardia—, lo único medianamente destacable de un filme que abusa hasta lo indecible de las panorámicas aéreas generadas por ordenador es (casi) todo aquello que compete de forma estricta a la visualización de la erupción del Vesubio y la devastación que a ésta acompaña, más de media hora de metraje en la que Anderson se lo pasa bomba destruyendo Pompeya a placer.
Ignorando por completo el filme el destino de Herculano, la otra población obliterada por la erupción del 79 a.C, incluso los efectos digitales —lo del inservible 3D lo dejaremos a un lado— muestran una irregularidad notoria, "dando el cante" en no pocas ocasiones y sumándose así a la mediocridad galopante que afecta a un título que debería haber sido al menos un entretenimiento pasajero pero que, en virtud de todo lo comentado, se convierte en un sopor de poco más de hora y media al que el espectador debería dejar enterrado, y bien enterrado, bajo una buena capa de cenizas de olvido.
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