“Recuerdo a mi madre cuando se estaba muriendo. Se veía encogida y gris. Le pregunté si tenía miedo. Ella sacudió la cabeza. Yo tenía miedo de tocar la muerte que veía en ella. No veía nada hermoso ni noble en su regreso a Dios. He oído hablar de la inmortalidad, pero aún no la he visto.”
-Soldado Witt
Del negro de la pantalla funde a la hipnótica y poderosa imagen de un cocodrilo que, lentamente, se introduce en la marisma, hasta que todo su cuerpo se sumerge en el agua. La música de Zimmer suena como en un templo, y se apaga al sumergirse la bestia. No hay cortes. Encadenado a la jungla: bellísimas y sobrecogedoras imágenes de la naturaleza en estado salvaje. De fondo, las reflexiones filosóficas del soldado Train (John Dee Smith). Comienza la película.
Las primeras secuencias de ‘La delgada línea roja’ nos trasladan, sin el menor complejo ni énfasis, al Paraíso en la Tierra. Eso sí, las palabras de Train nos trasladan un tono existencialistas ineludible: ¿por qué esta guerra en el corazón de la naturaleza? ¿Se enfrenta la tierra al mar? La cámara de Malick penetra con curiosidad en la misma textura de la jungla, suena un coro diríase celestial. En manos de Malick, la vegetación cobra personalidad, como un personaje más, o como el verdadero protagonista o Dios de la creación. Con su cámara los árboles parecen dioses.
La luz del mundo
Desde el mismo comienzo, la luz y la imagen del operador John Toll (fulgurante comienzo de carrera con dos Oscars consecutivos, uno de los pocos que lo ha logrado, por ‘Leyendas de pasión’ y ‘Braveheart’) se muestra un verdadero prodigio. Ya hablaremos poco a poco de la maestría desplegada por este hombre en este trabajo sublime, pero de momento anotar que toda luz es natural, solamente ayudada por algunas sedas y reflectores, y con el negativo expuesto hacia las sombras, aprovechando al máximo las localizaciones de Queensland, Guadalcanal y las islas Solomon, con un uso de los objetivos panavisión como no se recuerda haberse empleado jamás.
Malick vira de la naturaleza a sus habitantes, concretamente los indígenas de las islas Solomon, sobre todo sus niños, que son los primeros en que nos fijamos. Hay algo de documental en estas imágenes, que son como pedazos de vida antropológicamente arrancados del mundo. De ahí a varios planos de ensueño con los niños indígenas buceando en busca de conchas y otros objetos, como ángeles. Estamos en el Paraíso Terrenal, sin duda, y los cánticos se acentúan. Sobre los niños, en falso punto de vista, navega el soldado Witt (Jim Caviezel). El agua y la barca de Witt son dos de los iconos visuales más importantes de este primer bloque. El agua lo será de toda la película.
Witt, sobre la barca, asemeja un hombre entre dos mundos. Con su chapa de soldado está claro que pertenece al ejército. Pero no actúa como un soldado, sino que se parece a un nativo, y parece llevarse bien con ellos. Con exquisito gusto, Malick encadena, no corta, de ese viaje en barca, a un pequeño lago donde los nativos limpian a sus hijos. Pareciera que Malick le señala a su personaje su camino. Pero Witt se encuentra lejos del lago, y lo observa con extrañeza. Este soldado, que parece haber abandonado el ejército y haberse refugiado allí, es un hombre espiritualmente en el filo, que se pregunta sobre la muerte una y otra vez.
Observando a una madre jugando en el agua con su hijo, Witt recuerda a su madre y habla de ella. Lo que parece una voz en off es un diálogo (reproducido arriba del todo). La música cambia, entramos en un nuevo tono, en una nueva estrofa de este poema. Se establecen, de manera nítida, tres melodías que formarán una sinfonía: la imagen, la música y la voz en off. Las tres se alimentarán mutuamente, se negarán, se darán sentido y se superpondrán las unas a las otras, como en una sinfonía que se concentrara en lo abstracto para dar una expresión concreta de la vida y la muerte.
Witt asemeja una estatua de piedra, un hombre que no teme rechazar todas las convenciones del mundo y que se enfrenta, directamente, a las cuestiones más terribles e inasibles a las que puede enfrentarse todo ser humano: ¿existe la inmortalidad? ¿qué es la muerte? ¿qué sentiré cuando sepa que ese es mi último aliento? No recuerdo ahora mismo quién dijo que las únicas historias que merecen ser contadas son aquellas que le contarías a un moribundo en el lecho de muerte. Y es auténticamente cierto. Esta es una de ellas.
Con extrema sensibilidad, obtenemos un nuevo encadenado, posiblemente al recuerdo de la madre de Witt. Aunque no hay nada que nos haga pensar que no es, simplemente, la imagen de la muerte de cualquier ser amado. Con la música de Zimmer siempre consolándonos, observamos a una mujer en su lecho de muerte, esperando la parca con tranquilidad. Los gestos son sencillos pero extraños: la mujer se acerca a la niña, pero no sabemos si le da algo o le indica alguna cosa con un gesto. La niña es, además tremendamente misteriosa, vestida de blanco y con una sonrisa celestial, liberadora. Malick realiza un plano de dos pájaros en su jaula, en la misma habitación. ¿Metáfora del alma encarcelada que pronto echará a volar? Imposible asegurarlo. Con Malick el espectador ha de ser co-creador de la imagen, y otro verá algo diferente a lo que veo yo, sin duda.
Lo mismo sucede con el siguiente plano a ese: el camisón blanquísimo de la niña, con un extraño dibujo de tres círculos en su pecho. Que cada cual diga lo que puede sentir con eso, pero no hay duda de que existe algo poderoso e indescriptible en ese plano. Malick es un artista capaz de hacer levitar, explotar, la materia con que está hecha un plano, llevarlo más allá del mero carácter visual del mismo y convertirlo en algo más, mucho más, quizá el reflejo de la eternidad, la inmortalidad, precisamente aquello que Witt busca con tanta desesperación. La secuencia termina con las paredes de la habitación sin techo, con el cielo abierto sobre ellas, como si el espíritu quedase por fin libre. Y encadena al barco de Witt (tan inquietante como la barca de Caronte, que lleva a la otra “orilla”) y al propio Witt reflexionando en la playa. Parece que por fin ha encontrado la paz que tanto anhelaba.
El personaje de Witt va a ser fundamental en la trama, pero, de forma extraña, apenas va a tener presencia en la misma. Va a flotar sobre ella, por decirlo de alguna manera, y no precisamente porque habiendo encontrado el Paraíso en la Tierra sea un hombre libre e intocable, nada más lejos, sino porque Malick va a sembrar en este comienzo la semilla del tema y la razón de la película, que no es otro que la muerte y la inmortalidad, en una visión panteísta y elegíaca del mundo, pero también cruel y descarnada, sin falsas componendas.
Por alguna razón, el plano que coge a Witt de espaldas después de haber alcanzado o percibido esa inmortalidad que hasta ahora no había visto, es perfecto para ese momento, significa realmente entrar en un estado de ánimo. Por fin puede hablar con la madre y su hijo, al que lavaba en el arroyo. E incluso porta una visión más ingenua incluso que la de ella, cuando asegura que los niños nunca pelean, y ella le corrige pues sí pelean. Para Malick, la violencia es intrínseca al ser humano, incluso en ese paraíso. Siempre está latente, nadie está a salvo. Pero a Witt no le importa, para él ese es su cielo.
Trabajará con los nativos y jugará con los niños, acompañado por otro soldado renegado de la guerra y del horror, de quien ni siquiera conoceremos su nombre. Para Malick podría dar a otra película ese personaje anónimo, pero de momento se centra en Witt, aunque su compañero parece tan vivo y tan interesante, pese a su leve aparición, como él.
Por fin, tienen lugar los cánticos de las islas Solomon, que como la película, son un diálogo con Dios, pues Malick, como todo gran artista, tiene un diálogo con Dios, o si se quiere, con lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Con estos primeros diez minutos Malick alcanza uno de los comienzos más hermosos de la entera historia del cine norteamericano. Un despliegue de sensibilidad, profundidad, conmoción espiritual como este escritor pocas veces ha visto en su vida. Un bloque que concluye cuando el ejército norteamericano les “caza” y les devuelve a la disciplina militar, para hacer la guerra en Guadalcanal. Un prólogo tras el que comienza la verdadera película.
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