'El gran hotel Budapest', elogio del absurdo

Más o menos en los mismos términos en los que hace unas semanas arrancaba la entrada correspondiente a 'Her' (id, Spike Jonze, 2013) son en los que podría iniciar el correspondiente al filme que hoy nos ocupa, esta deliciosa sorpresa que ha resultado ser 'El gran hotel Budapest' ('The Grand Budapest Hotel', Wes Anderson, 2014). Y es que lo mismo que afirmaba para Spike Jonze es válido para un Wes Anderson que nunca ha sido santo de mi devoción y del que, a falta de ver 'Moonrise Kingdom' (id, 2012), sólo he conseguido disfrutar plenamente con esa alocada propuesta animada que fue 'Fantástico Mr.Fox' ('Fantastic Mr.Fox', 2009).

No hay pues necesidad de hacer un repaso de los cuatro filmes que sí vi en su momento de este peculiar cineasta estadounidense cuando todos ellos devolvían sensaciones desiguales que, en ningún caso, se aproximan a aquellas que extraje el pasado viernes del visionado de una cinta que sabe ganarse las simpatías del espectador con muy pocos minutos de proyección y que, evocando una narración que bien podría pasar por un encantador cuento cargado de melancolía, mantiene un ritmo narrativo envidiable conjugando sarcasmo, ironía y ternura a partes iguales.

Y todo ello lo logra Anderson en virtud al perfecto maridaje y brillante equilibrio que esta su última propuesta consigue alcanzar entre las excelencias de su dirección —sublime toda ella—, de un reparto tan amplio como perfectamente aprovechado y de un guión que, puesto en imágenes, nos devuelve de un sonoro y elocuente bofetón a otra época en la que el cine era un arte mucho más sencillo, en el que la imaginación y la inventiva eran los recursos con los que sorprender al público y en el que la imagen, por encima de cualquier otra disquisición, era el pilar fundamental del este mundillo.

'El gran hotel Budapest', loor del cine mudo

Es por ello que, desde su magnífico comienzo hasta su soberbio final, el metraje que Anderson pone en pie se impregna de los modos narrativos del cine mudo y de ese ritmo alocado que, por ejemplo, podíamos ver en las cintas de Meliés o en el humor físico de Buster Keaton o Harold Lloyd. Mirada cargada de respeto hacia lo que los padres del séptimo arte nos legaron hace más de un siglo, 'El gran hotel Budapest' se alza pues, en primera instancia, como toda una declaración que exuda amor por el cine por los cuatro costados de todos y cada uno de los fotogramas que componen sus 100 minutos de duración.

Un amor que, además de echar mano de maquetas, trucajes fotográficos, montajes algo acelerados y un formato 4:3 que evoca otros tiempos —ni mejores ni peores, simplemente otros— se deja notar, y cómo, en el sentido del humor que dimana de todo el filme. Un sentido del humor del que se empapan, en un momento u otro, la totalidad de los personajes y que va saltando del slapstick a la más fina ironía, de ésta al sarcasmo más caústico y de aquí, directamente, al gran sentido de la farsa y la acidez de la soterrada crítica historicista que ni puede ni quiere ocultar su máximo artífice.

La impecable labor del reparto al completo —de exquisito podría calificarse lo que Ralph Fiennes nos regala aquí—, sorpresa del debut de Tony Revolori incluída, ayuda sobremanera a dejarse embelesar por la constante delicia que es este cautivador relato. Un relato que invita a perderse en lo colorido de su factura fotográfica, en ciertas secuencias sobresalientes —atención a la de la cárcel o la que lleva a los dos protagonistas a una frenética persecución por la nieve— y que, no obstante, deja un hondo poso en el espectador que incita a ciertas reflexiones invisibles a primera vista.

Entre ellas destaca, y muy a la manera de lo que podemos leerle en cada nueva entrega de 'Palookaville' a ese enorme autor de cómics que es el canadiense Seth, la intencionada búsqueda de la nostalgia en lo que nos rodea y la aceptación de lo que hay de enriquecedor en esa mirada hacia otro tiempo que de ella se desprende. Un filme para ver con todos los sentidos bien alerta y para seguir revisándolo en la memoria una vez se sale, sonrisa de oreja a oreja mediante, de una sala que guarda un pequeño tesoro lleno de magia y que cualquier cinéfilo, sea del palo que sea, debería tener a bien descubrir.

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