La fragilidad de los castores
Cómo no sentirnos identificados con esa especie de pequeños ingenieros cuando todo ha podido irse al garete por muy poco
Supe hace poco que en el río de los domingos de mi infancia, un afluente del Ebro cercano a Logroño, hay una novedad relativa: castores. Al parecer, hace veinte años alguien soltó en España 18 ejemplares en una práctica muy ilegal y muy seria llamada “beaver bombing”, algo así como “bombardeo de castores”. El tiempo ha ido pasando y hoy los sucesores de esos primeros colonos accidentales derriban chopos y construyen presas por instinto donde una, de cría y por la misma razón, juntaba piedras para crear pozas.
Ah, cómo no sentirnos identificados con esa especie de pequeños ingenieros que intenta detener con sus patitas el flujo del caos, que planifica y construye de forma irremediable obras mastodónticas ignorando su ridículo tamaño y la enorme red de dependencias que rodea a un solo ser. Trabajar hasta morir no os salvará —les diría si me entendieran y si la humanidad tuviera alguna autoridad moral para dar lecciones— porque la vida es frágil y todo lo que construimos para sentirnos más seguros solo sirve para sorprendernos más aún cuando ocurre lo único cierto, el desastre.
A veces sentimos esa fragilidad, no tanto como para impedirnos vivir, no tan poco como para hacerlo despreocupadamente. En privado (una muerte, una ruptura, un golpe de mala suerte), o de forma colectiva (una pandemia, una gran crisis, una guerra). Desde el trauma común de 2020 siento que no hay quien nos meta en casa; solo la acción nos distrae de la certeza. Aún está reciente la revelación compartida de que todas las presas que nos hemos afanado en construir son de papel.
En estos días, cuando todo ha podido irse a la mierda un par de veces por muy poco, he pensado en la fragilidad de los castores. La noche del 13 de julio, Donald Trump sobrevivió por seis milímetros, los que separaban su cabeza de la bala que le rozó una oreja. Un desvío y las consecuencias habrían sido terribles de formas inimaginables pero seguras tanto para ti como para mí, porque EE UU es aún el país más poderoso de nuestro mundo. Seis días después, 40 kilobytes erróneos en un archivo bloquearon ocho millones de ordenadores, y en todo el planeta fallaron computadoras, formas de pago e infraestructuras. Microsoft dice que solo afectó al 1% de los equipos con Windows; pero pudo ser peor, porque es usado por el 70% de los ordenadores. Quizá tú perdiste un avión y yo tuve que pagar con efectivo, quizá la próxima vez todo colapse. En ambos casos se incumplieron los duros protocolos y medidas de seguridad que le presumimos al sistema. La jefa del Servicio Secreto estadounidense dijo que el atentado fue el “fracaso más significativo” de la agencia en décadas. En el error de CrowdStrike fallaron sus filtros, los de Microsoft y los de las empresas afectadas.
Vivimos en la sociedad del riesgo, el poder se concentra creando puntos muy débiles, el mundo es tan complejo e interdependiente que las certezas son atrevidas. Pero a la vez, no nos rendimos en la búsqueda de sentido y sabemos que existen causas y consecuencias, no paramos de trabajar hasta encontrarlas y así inventamos el lenguaje y la filosofía y el derecho y las matemáticas. Quizá no sirva de mucho ante una riada, pero es todo lo que tenemos y, sobre todo, lo único que sabemos hacer. Nuestra pequeña especie resistiéndose al nihilismo aferrada a la seguridad de una presa bien construida. Hace unos meses, recuerdo, un ingeniero evitó un ciberataque global al detectar un retraso mínimo en una descarga. Una persona y 50 segundos bastaron para contener el caos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.