Fútbol: el espejo de un país
Como argentino y "chelango" que hace casi 15 años vive en México, sé perfectamente que en mi país el fútbol se vive con una pasión inusitada, muchas veces absurdamente desmesurada. A los futbolistas se les exige más que a un Diputado o, incluso, que a un Presidente, con la gran diferencia que los primeros ganan su dinero (mucho, es cierto) sin robarle a nadie y los segundos no; la profesión de los primeros es jugar al fútbol, patear una pelota, la de los segundos, servir a la gente, cosa que rara vez hacen.
A los futbolistas se les exige más que a un Diputado o, incluso, que a un Presidente.
Pierde Argentina una final y ya están listos 12 crucifijos: uno para cada jugador y otro para el técnico. "Perdedores" es lo más halagador que se les dice, "que renuncie Martino", "Messi pecho frío", "Pipita, morite", "Volvé, Maradona" y la lista es interminable.
A nadie le gusta perder, y menos en algo en lo que se ha sido elevado al rango de potencia mundial (como Argentina en el fútbol), la tierra de Maradona, el mago que reinventó el fútbol y de Messi, su aprendiz de brujo. Se entiende que en un lugar así el fútbol se viva con más intensidad que en muchas otras partes del mundo, pero lo que no se termina de entender del todo es por qué llega a los extremos a los que llega.
Si después de perder una final nos diéramos un baño de agua fría, nos pusiéramos la bata y nos tomáramos un whiskycito escuchando la Novena de Beethoven, probablemente podriamos pensar que, si como país estuviéramos al mismo nivel que estos muchachos lo están como Selección de fútbol, estaríamos en la gloria, seríamos una Suiza, un país de primer mundo; pero no lo somos y lo más doloroso es que en ese equipo (como país), jugamos todos.
Yo creo que en países como Argentina, el fútbol se ha convertido en el chivo expiatorio de las frustraciones personales y nacionales, es el "puching ball" donde descargamos los puñetazos de nuestra bronca por no poder llegar a ser lo que creemos deberíamos ser. Les exigimos a 11 pateadores de pelota lo que ni a nosotros mismos nos exigimos, lo que como país jamás nos hemos exigido.
en países como Argentina, el fútbol se ha convertido en el chivo expiatorio de las frustraciones personales y nacionales.
El fútbol es uno de los espejos donde más crudamente nos miramos, donde más proyectamos nuestras virtudes, nuestros defectos y nuestras frustraciones. Quizás esto sea así, en parte, porque en el fútbol las cosas son más en blanco y negro: se gana o se pierde, el primero siempre es recordado, el segundo (salvo el honroso caso de Holanda en el Mundial del 74), rápidamente olvidado. En la vida y en los vaivenes de un país, en cambio, hay más matices, más grises. No hay un Campeonato Mundial de la Mejor Vida, o uno donde compitan todos los países para ver cuál es el mejor: un país puede tener excelentes indicadores económicos, pero eso no quiere decir que sea el mejor lugar para vivir para todo el mundo; la subjetividad y aspectos culturales y emocionales juegan un papel más que importante en esa elección.
En el fútbol, si ganamos, el espejo devuelve la mejor de las imágenes, las virtudes florecen y el mérito de esa belleza se siente propio; "somos los mejores", gritamos con el pecho inflado y secándonos el sudor, como si hubiésemos jugado nosotros el partido. Si perdemos, vemos lo peor, las cloacas desbordan y la imagen ya es la del retrato de Dorian Gray, esa inmundicia atroz ya no es nuestra, la negamos, es de otro (o de otros) y ya no nos reconocemos en la derrota. "Son unos perdedores", vociferamos, "que se vayan todos", reclamamos.
En Argentina amamos tanto al fútbol, que sufre la misma fatalidad que sufren los seres queridos: nos descargamos con ellos porque están cerca y nos toleran nuestros malos humores, porque es más fácil agarrársela con ellos que mandar al demonio a un mal jefe o mirarse al espejo y putearse uno mismo, porque agarrar del cuello a un país, es una quimera.
En Argentina amamos tanto al fútbol, que sufre la misma fatalidad que sufren los seres queridos: nos descargamos con ellos porque están cerca y nos toleran nuestros malos humores.
La final contra Chile por la Copa América ya terminó y está entrada la noche; ya me di un baño y me puse mi bata, el Chivas 12 años sabe bien, la Novena de Beethoven no suena porque no quiero despertar a mis hijos, pero las neuronas ya se acomodaron un poco: bien, muchachos de la Selección, dos finales en un año no es cosa de todos los días. Llegaron lejos, faltan centímetros: a no bajar los brazos, perder es rendirse. La tercera será la vencida.
Vamos Argentina, carajo!
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Digital Marketing & E-commerce Strategist | Digital Transformation | AI | Growth & Sales.
9 añosMe alegra te haya gustado el post, Guillermo. Gracias y abrazo!
Managing Director de taléntika • Headhunter Mandos Medios y Ejecutivos • Linkedin Top Voice • Futuro del Trabajo • Asesor de empresas en RH
9 añosGran artículo, abrazo de gol!